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Bernabé Leal el baqueano más allá de los tiempos

Hace ocho años, partía Bernabé Leal, el baqueano de Capilla del Monte. “El Berna”, el plantador de higueras; el caminante que abría senderos y reconocía al monte como su baqueanidad; el amigo de los hippies y el entrenador de fútbol; el maestro de los yuyos que curan y el observador obstinado que logró ver por debajo de las veladuras de la vida.

“Cuando se siente el llamado de los bosques, el camino se muestra claro y trasciende toda dificultad. Este camino está más allá de los tiempos”. B. Leal, El Plantador de Higueras

Sin más que la prisa de los ciclos que la naturaleza destina, Bernabé Leal, -“el Berna”- dejó tantos legados como su forma de comprender y vivir la vida. Hace más de un año, distintos testimonios de quienes lo conocieron, se fueron entramando al igual que las vetas de la corteza de una antigua higuera, como aquella que supo ser la higuera madre, la primera de la Quebrada de Ochoa, “La Caballera”, llamada así, según el Berna, por los colonos.  

“En Quebrada de Ochoa, en el antiguo valle frutal, fue donde comencé el camino: nací en ese lugar”, escribió el Berna en su libro El Plantador de Higueras, donde encuentra en la historia de aquellos primeros pobladores criollos, los rastros de este árbol como evidencia de una identidad. “Todos mis antepasados fueron sembradores. (…) El valle de Quebrada de Ochoa fue fuente abastecedora de fruta: en ese lugar nacieron y vivieron notables agricultores”.

Quebrada de Ochoa, secado de higos. En la foto, Don Antonio Leal y Doña Leocadia Ordóñez, bisbuelo y bisabuela de Bernabé.

Bajo el sol de un 11 de junio de 1952, Bernabé Antonio Leal nació, justo en el tiempo de los quebrachos color atardecer. Su infancia se cargó de frutos, historias y de todos los aromas del monte. “El abuelo le enseñó a curar de palabra”, cuenta Reyes Aristóbulo Leal, su hermano mayor, y dice que la gente lo conocía mucho por ese motivo. Reyes recuerda que su padre le había enseñado a hacer injertos: “al durazno amarillo, le implantaba el durazno blanco, y después tenía de los dos. El Berna era más del campo que yo, le gustaba”.

Para mediados del siglo XX, cuenta el Berna en su libro, sólo quedaban algunas familias en la comuna de Ochoa, y estaban ubicadas a la entrada del valle que ya se lo nombraba como Ojo de Agua: los Luna, los Jaime, los Guzmán y los Leal: “toda esa gente conservaba la costumbre de cultivar y procesar la fruta”, escribió.

Esa herencia que lo conectaba con lo más profundo de la tierra, se hizo legado para los que lo conocieron. En ese compartir saberes, Javier Leal, su sobrino, cuenta cómo después de cada Navidad se iban al campo, “me encargaba azúcar Fronterita y nos íbamos hacer dulce de durazno. Eligió buscar el conocimiento en el monte, mantener la armonía, todo lo compartía, no se guardaba cosas”.

Bernabé Leal en el Cerro Pajarillo. Década del ’80.

El sendero pedregoso se fue abriendo en la vida del Berna, como las raíces que se retuercen hacia abajo, para alimentar lo que sostiene arriba. Vivió en diferentes lugares de las sierras y hasta estuvo en la Marina, pero su lugar estaba en el Ojo de Agua.

“Él era muy trabajador. Lo de las plantas lo heredó del abuelo y del padre, le gustaba el campo”, dice Felisa Leal, una de sus cuatro hermanas, la más chica, y lo recuerda siempre afuera, trabajando con gente y entre los animales que  tenía en los campos abiertos de la Quebrada de Luna o San Marcos Sierras.

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Su árbol era la higuera, su animal el puma, dice Reyes y el relato se vuelve verano, un camino que viene con el canto antiguo de los pájaros, el tiempo que sale de todas  las casas y el monte que crece en sus sombras: el aire liviano, los platos llenos de frutas, la montaña que anuncia al viento, las flores que se vuelven a nombrar.

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La tranquera siempre abierta

El camino avanza en lo que vendrá. Más nubes. Más tierra. Más árboles. Como si lo llevara adentro, el monte le daba permiso para ser la guía que abría los senderos, atravesar el Ojo de Agua, recorrer la Pampa Redonda, la Pampa Larga y  la Tramontana detrás del cerro Uritorco, ahí donde el Berna decía que estaban las higueras más impresionantes que había visto en su vida.

Cuando Mariana Barranquero lo conoció, no sabía que era el Bernabé Leal que un amigo le había encomendado contactar si necesitaba a alguien de confianza. Mariana, oriunda de Magdalena, había pasado sus últimos años en la ciudad de Tandil, hasta que en el 2002 se fue para Capilla. Con el Berna se encontraron sin saberlo en las cuadreras de caballo que se hacían en la cancha de Villa Cielo. Eran informales y a veces los sorprendía la policía y con todos los caballos salían para el monte.

Mariana añoraba la vida del campo y con Bernabé comenzó a conocer el lugar y hacer guidas a caballo. “El recorrido que hacíamos era el camino a Ojo de Agua, con toda su historia de la Comunidad de Ochoa. Me enseñó mucho de la sabiduría ancestral, cómo las familias se organizaban en el campo, algo que se iba perdiendo porque la gente se iba a buscar trabajo a la ciudad, se iban los hijos y los campos se iban quedando solos”, cuenta Mariana, a quien el Berna le decía “la Gauchita”.

Bernabé y Mariana, juntando Inacayuyo

Mariana tenía 25 años cuando empezó a guiar con su yegua, y trabajaban con los caballos de Bernabé, hasta que de a poco se fueron armando una linda tropilla. “Cabalgatas los Baqueanos”, así se llamaba el equipo y trabajaron seis años juntos hasta que el Berna cumplió 60 y le dijo que se quería retirar. “Me enseñó a conocer los yuyos, pero más que nada, a reconocer dónde crecen”, dice Mariana y explica que si buscas peperina, por ejemplo, hay que ir al sur, a las laderas húmedas. “Cuando vas a buscar un yuyo hay que saber dónde tiene posibilidades de crecer. Era mucho más profundo el conocimiento que trasmitía”.

El Berna observaba las formas que la vida tomaba en cada estación. Quizás detenía la marcha y hacía del silencio el mejor sonido para percibir al detalle el comportamiento de un ecosistema. Ese gran jardín montaraz que se hizo un espacio en su vida. “Él veía a lo lejos, y se daba cuenta dónde podía haber un panal de camoatíes. Si volaba recto era una abeja, si lo hacía en zigzag, un camoatí”, dice Mariana y siente que fue como un padre, mientras se traslada a los caminos recorridos juntos, donde hasta el clima podía distinguir según el canto de cada pájaro.

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Un alambrado se estira y se enrosca a lo largo de una lomada. Cierra el ingreso. Si hay púas como nudillos en su extensión, lastima; si hay un boyero, hace una descarga eléctrica al tacto. Un alambrado encierra, es como una jaula en un cuerpo de tierra.  

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El Quiya conoció a Bernabé en el año 2013, se lo presentó su sobrino Javier, y de ahí empezaron a trabajar con él en lo que sería el libro, La ausencia del puma, en defensa del lion. “Eran jornadas mágicas, -dice- donde nos leía sus escritos del cuaderno. Nos pedía nuestra opinión, con una modestia sincera. La verdad que casi no teníamos nada que decir. Lo observábamos con asombro ante sus experiencias y su sabiduría”.

Esas lecturas se sucedían en la casa de Bernabé del barrio La Toma, donde también se organizaban peñas y ahí, reconoce el Quiya, veían el afecto de la gente hacia él: “se acercaban a tocar,  a laburar en la peña, todo el mundo, por amor al Berna”.

Fue en el 2014 cuando Bernabé les ofreció a un grupo de cuatro personas, que él mismo había reunido, el alquiler del campo de Ojo de Agua, que había recibido por herencia familiar. Allí -en su refugio- les abrió la tranquera, y les propuso algunas cláusulas dentro de un contrato de palabra que implicaba -entre otras cosas-, cuidar y cultivar en el monte: “al costado del Cerro Uritorco, con toda su magia, el contrato incluía dejar la tranquera siempre abierta y sin candado y de ninguna manera poner un cartel que diga propiedad privada”.

Años más tarde, en el 2016, durante la última “Fiesta del Camatí”, que se realizaba en el Ojo de Agua para recuperar vivencias y saberes del monte, Bernabé insistió con el sentido común:

Que no se cierren los caminos, no somos dueños de nada, compartir es una obligación. Y sin darse cuenta uno se encierra solo. Y de repente soy yo el preso. Para qué quiero tanto alambre, tanta reja”.

Ojo de Agua. «Encuentro del Camatí». Foto: blog escuela de la vida y cultural.

El ruido manso del monte quizás algún día encontró a Bernabé en alguna dificultad, y ahí en medio de ese hábitat,  la escuela invisible que llamaba baqueanidad, le daba una mano:

-­¿Qué es ser baqueano? – se pregunta Javier y contesta:

– Él  lo resumía como el darse maña para resolver situaciones que podían ser de vida o de muerte.

Un día nos vamos y ahí las cosas quedan. Las cosas nunca fueron nuestras, las utilizamos, dijo en ese 2016, pensando tal vez en los momentos en que las dificultades las resolvió con lo que había en el lugar. “Para él -explica Mariana-, el significado del tener baquía; era la sabiduría natural que te sale sin contar con las herramientas convencionales que uno conoce. Se rompió una estribera -por ejemplo-, y lo solucionás con lo que hay en el monte”. 

“Mucha gente te cuenta, que desde muy chico tenía eso de lo baqueano”, comienza Juan Manuel Peralta, quién lo conoció por el año 2003, cuando recién llegaba de Quilmes. “En un momento, él armó la escuela de baqueanos. Se venía los fines de semana al barrio del Faldeo -donde está mi casa- y reunía a todos los chiquitos para compartirles sus saberes. Hacían mate cocido con yuyos, estaban con los animales”, cuenta Juan Manuel.

El baqueano arma el mapa de lo que observa, se detiene en el aspecto de lo que observa: “cada una de las puntas de las piedras de la montaña tienen nombre”, dice Juan Manuel y reconoce en el Berna la vivencia suficiente que lo convertía en baqueano.

En la alta montaña, en el mar y en el desierto: “cada uno es baqueano en su propio lugar”, agrega Javier. Y como contracara a esa baqueanidad, están los dueños de grandes hectáreas de tierras, que no las andan ni las disfrutan: “jamás se sentaron a descansar un ratito. Son dueños desde una oficina. Y lo único que les interesa es que no entre nadie”, dijo el Berna aquella vez.

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El día que gira sin dejar de mirar la tierra. La noche hundida, curvada sobre los bordes de lo que sucede. Una cantidad de arbustos y árboles forman hileras discontinuas. Al sol siguiente, debajo de un palo amarillo -quizás-, aparece una colmena de camoatíes. Se sostiene en el tronco, como si ahí estuviera el corazón del monte partiendo el paisaje en dos. “Con un cuchillo caliente sacabas un poquito”, dice Javier, “eso era sacar miel en el monte, no depredar”.

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El monte ese jardín

El camoatí, la avispa que da miel, era muy utilizada por la comunidad de Ochoa, contó Bernabé en una entrevista por el año 2015. En esos tiempos donde escaseaba el azúcar y también la plata, el Berna decía que estaba llena de calorías y era ideal para el yerbeado.

De repente algo vibra en el silencio. El cuerpo quieto, los labios callados. Todo ocurre en los ojos que se mueven y abarcan el camino de avispas y abejas, entre el agua y el panal. “Hay una técnica -explica Javier- que se llama avistear o bombear. Eso hacía el Berna. Se observa cuando se acercan a los cursos de agua y  se las sigue con la vista hasta donde está el panal”, explica y agrega que cuando el sol baja en las lomas, se puede distinguir mejor dónde están entrando estos pequeños y esenciales polinizadores.

Lechiguana, colgado, camoatí, avispas de la misma familia que viven en este monte del Chaco Serrano. Hacen sus panales -esferas grisáceas de distintos tamaños- en los troncos de los árboles, en los arbustos, o en las oquedades, como prefiere la lechiguana, que va por debajo de las piedras. En ese trabajo comunitario producen una miel silvestre, oscura y áspera, exquisita para algunos,  mientras que al mismo tiempo transportan polen entre las flores y se convierten en un eslabón fundamental para el sostén de la vida.

“El Berna tenía el concepto de hacer las cosas en comunidad y que repercutan hasta indirectamente con las buenas acciones en el alrededor”, dice Javier pensando en la importancia del compartir enseñanzas y que el campo del Ojo de Agua siga siendo una Escuela de Saberes. “Un proyecto, cuenta Juan Manuel, donde se puedan transmitir esos valores de la naturaleza, un proyecto biológico y cultural”.

En esa constante búsqueda que lo llevaba a través del llamado del monte, el Berna transmitía sobre las plantas que curaban, los modos de la recolección y los caminos, que como un manojo de arterias se conectaban  hacia adentro de la sierra, en lo profundo del monte.

“Espinillo Bravo, la Pampa Redonda, Pampa Larga, las quebradas detrás del Ojo de Agua. Esa pequeña biología que se da ahí es muy especial”, dice Juan Manuel y habla de los senderos que se comunican en su geografía, en su historia y en las anécdotas: “te mostraba las cosas desde un lugar muy lindo. Era andar, caminar, preguntar, acercarse. Íbamos a juntar plumas de cóndor, cuando las cambiaban, detrás de los Terrones”.

Ojo de Agua. Juan Manuel señalando hacia la zona del «Espinillo Bravo» y «La Pampa Larga».

En la intención constante de transmitir, intercambiar y compartir, se organizó durante cinco años, hasta su partida, la “Fiesta Regional del Camatí”. “Esta fiesta atraía a mucha gente a conocer y reflexionar, sobre yuyos y algunas caminatas, donde hemos encontrado algo que yo no conocía, un bosque de higueras en el río por ahí metido en el monte,  -cuenta el Quiya-,  era un plantador de higueras, como diría Yupanqui, por destino.”

Para Bernabé, su yuyo era el incayuyo. No sabía por qué, pero le tenía fe a ese. Quién sabe si lo tomó de chico o simplemente se lo cruzó en su camino y el olor alimonado le convidó probarlo. Él explicaba que se reconocen las propiedades de todos, pero se le tiene más fe a uno. A éste, se sabe que lo usaban los Incas para tomar decisiones, y el Berna decía que una parte del cerebro se moviliza: “lo hace estar tranquilo y atento a la vez”.

Cola de caballo, tomillo, peperina, incayuyo, yerba buena, menta poleo, palo amarillo, burrito y tantas más: “todo un gran vivero de plantas en esas caminatas”,dice Juan Manuel, a quien Berna le vendió el campo y en la actualidad está con la propuesta de darle una continuidad al espacio hoy llamado “Paraje Baqueano Bernabé Leal”.

El legado sigue vigente: la celebración en la recolección de los frutos del monte, el compartir aprendizajes y la cultura del lugar, el encuentro, por sobre todo, en comunidad. 

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Algo que ruge desde  lejos, sale de adentro del paisaje. Ya no llueve, ni crece, ni desborda. Sólo el crepitar de las hojas avanza en la estación de la tierra color canela.

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El lión

Cuando los animales andaban asustados, en los campos decían que el uñudo ha hecho su pasada, cuenta Bernabé en su último libro, “La ausencia del Puma, en defensa del Lión”, donde recupera historias y vivencias, de su época como criador de vacas.

Por estos tiempos -decía- el tema del manejo de los campos es todo un problema: “las primeras comunidades usaban parte del territorio abierto y al comer pasto y transitarlo toda clase de animales, se mantenían limpios de pastizales y no corría peligro de incendiarse, todas las especies estaban protegidas”.

En los campos cercados, no hay paso y en el invierno el pasto crecido se seca. “Se empastan”, decía y son más propensos a incendiarse. Los animales se van, y el puma, entre perseguido y encerrado, ha perdido el rastro que lo encontraba en el monte. El lión, como lo llamaba, fue el animal con el que se identificó, sentía su conexión al respirar en el mismo entorno: “será tal vez la curiosidad de saberlo tan arisco, casi invisible en los montes y con esa actitud defendiendo la libertad”.

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Subimos la loma para ver los valles. La Barranca de los Loros, un lugar que a Bernabé le gustaba mucho. Desde lo alto, la vegetación es tupida en la estación del calor, húmeda y abundante.

Quiya lo piensa y lo nombra: “paisano sabio, la tierra se expresaba a través de él, en su voz chuncana y en sus silencios. En esos silencios, una música de vientos, de ríos de montaña, un espíritu libre abriendo senderos a machete, un espíritu libre, Bernabé Leal, el Berna”.

 “Me gustaría que se lo recuerde”, dice su hermana Felisa, y rememora el momento exacto de su partida: “al primer minuto del 19 de julio del 2016, falleció”.

“Todavía lo sueño y me dice cosas que trato de interpretar”, expresa Javier y siente que uno está hecho de influencias:

– ¿Cómo llega la primavera? –le preguntó una vez su hija.

– Llega, porque se juntan en el monte un quirquincho, un zorro y una iguana colorada, todas guardan una flor de la primera planta de la primavera anterior. Hacen una reunión y una fogata. Queman esa flor y cantan una canción. De las cenizas sale un dragón que poliniza toda la noche y cuando sale el sol le da colores a las flores –le respondió Javier.

Y en esa historia, está el Berna, que siempre le contaba cómo las flores van saliendo en distintos momentos. Primero las amarillas, después las blancas: “los polinizadores van despertando con el color de las flores”, concluye Javier.

Bernabé Leal, es parte de esa tierra, de lo que hay en cada capa, en cada color y perfume. En lo que no está y en lo que regresa. El Berna se hizo cenizas en el paisaje del Ojo de Agua, pervive en todo lo que nos envuelve y lo hace ser el jardín entero.

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Libros de Bernabé:

  • El plantador de Higueras (2014).
  • La ausencia del puma. En defensa del lión (2015).
  • Baqueanos de aquí (en prensa).

Enlaces externos que hacen referencia a Bernabé Leal

Cooperativa Viarava recordó a Bernabé en el festival «Desde el monte de Capilla»


El blog «El burro de Capilla» compartió palabras en torno a Bernabé


Publicaciones del blog «Escuela de vida y cultural»

https://escueladevidaycultural.blogspot.com/?m=1

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